La Deuda, un instrumento de opresión de los pueblos

Publicado en: madrid15M Febrero de 2013 / Nº11

La crisis económica desatada en 2007 ha provocado una disminución en los ingresos y un aumento de los gastos del Estado. Ambos procesos —agravados por las reducciones fiscales a las grandes empresas y las ayudas públicas al sector financiero— han conducido a un notable incremento de la deuda de los PIGS, el acrónimo peyorativo con el que los medios de comunicación anglosajones se refieren a Portugal, Italia, Grecia y España.

De resultas, los pueblos de la Europa meridional sufren duras políticas de contención del gasto que pretenden —según los gobernantes y las instituciones internacionales— hacer frente a los compromisos contraídos con sus acreedores (principalmente bancos alemanes y franceses). Así, casi de repente, la deuda —que en el caso español tiene principalmente un origen privado— ha entrado en nuestras vidas en forma de recortes, precariedad y bajadas de salarios.

Sin embargo, no se trata de un fenómeno nuevo: hablamos de un problema con una truculenta historia a sus espaldas. Ahora que algunas naciones del Norte desarrollado padecen sus efectos devastadores, quizás sea oportuno reflexionar sobre el tétrico rastro dejado por la deuda en su paso por los países de la periferia del sistema capitalista.

En los años sesenta, los pueblos africanos no acababan de conseguir la independencia política de las antiguas colonias cuando comenzaron a sufrir —con la connivencia de unas elites locales (a veces formadas en Europa y en Estados Unidos) corruptas y despóticas— una nueva tiranía en forma de deuda.

En los setenta fueron las naciones latinoamericanas las que se unieron al grupo de países que comenzaron a endeudarse al reclamo de los bajos tipos de interés. Durante este periodo, los grandes bancos y las organizaciones financieras internacionales inundaron el mundo poscolonial de crédito barato que en muchas ocasiones nutrió el despilfarro y la corrupción. No obstante, la bajada en el precio de las materias primas a finales de esa década, unida a la exorbitante subida del tipo de interés decretado por Estados Unidos, complicó el pago de unas deudas que se habían desbocado en los años anteriores, alimentadas por el  excedente de capitales y la sobreproducción en las prósperas potencias occidentales.

Fue entonces cuando, para rescatar del ignominioso abismo del default a las naciones en vías de desarrollo, entraron en escena el Fondo Monetario  Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), dos instituciones financieras mundiales caracterizadas, desde su fundación en la Conferencia de Bretton Woods en 1944, por un proceso de toma de decisiones escasamente democrático y controlado por sus miembros más poderosos.

Tanto el FMI como el BM concedieron a los países deudores préstamos  condicionados a la puesta en marcha de Planes de Ajuste Estructural, que tuvieron unos costes sociales y  medioambientales muy gravosos para los sectores populares que precisamente menos se habían beneficiado de una deuda a menudo contraída de forma ilícita. En efecto, aunque en muchos casos se trataba de una deuda ilegítima —por vulnerar la dignidad de los pueblos y los principios del derecho internacional—, tales programas priorizaron el pago a  los acreedores sobre la satisfacción de las necesidades básicas de la población, obligando a los Estados rescatados a cumplir con una estricta dieta neoliberal que incluyó recortes en servicios sociales y pensiones, bajadas de salarios, despidos, privatizaciones, impuestos regresivos, etcétera. Las desastrosas consecuencias de estas políticas antisociales se tradujeron en el aumento de la pobreza y del desempleo, la desindustrialización, la destrucción de un balbuciente  Estado del Bienestar y el profundo ensanchamiento de la brecha social y de las desigualdades entre ricos y pobres. Todo  ello sin olvidar los efectos que en términos de sobreexplotación de los recursos naturales, degradación de los  ecosistemas y pérdida de la soberanía alimentaria también llevaron consigo los métodos austericidas impuestos por el FMI y el BM.

En fin, la sociedad española debe aprender de las lúgubres enseñanzas que dejan los ejemplos del Sur,  donde la aplicación de la agenda neocapitalista supuso décadas de estancamiento económico, sin que los esfuerzos  realizados sirviesen para aliviar los intereses abusivos de una deuda impagable.

Pero no todos perdieron en este juego fruto de las relaciones económicas desiguales entre el centro y la periferia del sistema capitalista. Sin duda, los grandes beneficiarios fueron los acreedores, que a través de este mecanismo consiguieron suplantar la soberanía nacional de los  países endeudados, poniendo los recursos de estos Estados al servicio de sus intereses. De hecho, la deuda ha sido utilizada en muchas ocasiones para obligar a los Estados a abrir sus mercados a la entrada productos extranjeros, a privatizar los servicios públicos en beneficio de empresas privadas, a permitir la explotación y extracción de recursos naturales por parte de multinacionales, o incluso para favorecer cambios de Gobierno y compra de votos en los organismos internacionales.

El mecanismo de la deuda incrementa la vulnerabilidad política y la dependencia  económica de los Estados afectados, con la consecuente perpetuación de unas relaciones Norte-Sur basadas en la desigualdad y la injusticia sobre las que descansa el poder de las elites del capitalismo mundial.

Las experiencias de los países en vías de desarrollo durante las cuatro últimas décadas dejan bastante claro que la deuda funciona como un instrumento de dominación neocolonial, como una sutil herramienta de presión política que sirve para salvaguardar los  intereses económicos, comerciales, estratégicos y geopolíticos de las principales potencias del Norte, sin necesidad de  recurrir al empleo de la fuerza y de la conquista militar, como ocurriese en la época del imperialismo. Por tanto, la  deuda puede ser considerada como una carga inmoral que pretende tiranizar a unos pueblos que hoy más que nunca deben gritar «No debemos, no pagamos».